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Algunos cuentos y obras

CLARA

Por esos días yo rondaba los 11 años, y mis cuadernos se llenaban de palabras, amontonadas unas sobre otras, huyendo hacía las esquinas de las hojas, como estampidas furiosas, palabras y frases básicas en bruto, sin ninguna floritura, pero empapadas del propio significado y ensalzadas por mi propia alma infante.

 

Yo ya había leído hace un tiempo, una frase que me quedo resonando en mi cabeza durante días, semanas, incluso años, se agolpaba contra mi frente cada tanto, y en ese entonces cuando llegaba, me repetía constantemente, “Si quieres que a la gente le impacte y le atraiga lo que escribes, conviértete en las letras, que ellos no son capaces de redactar”.

Para poner en práctica esta frase, me dispuse a pensar ¿qué voy a escribir?, apoye mi mano en el roído mueble donde solía rubricar y una gota de sangre se interpuso entre dos vocales en la hoja amarillenta, de mi nariz brotaban rítmicamente una a una y recordé la golpiza que había recibido, ya mi cuerpo no sentía y solo esto me remecía y me provocaba rememorar los embates del puño de mi padre contra mi entonces frágil cuerpo, entonces supe de que iba a escribir, este rencor sería el acelerante de la combustión de mis palabras, me convertiría sin quererlo en un detective del dolor, seguiría las pistas de mi familia y amigos y escribiría en el mismo charco ensangrentado de sus temores y carencias.

 

Clara, me dije, la misma que tenía la vista perdida, la que me hablaba del amor siendo tan pequeña, la que pretendía que este idilio mágico creado por la fusión de películas y los libros de Neruda que le prestaba, la sacarán del más absoluto abandono en que estaba. Clara era de alguna manera parecida a mí, silente y volátil, aún en verano vestíamos con ropas largas para que cubrieran los hematomas en nuestros brazos, nos refugiábamos el uno al otro, pero jamás tocamos el tema de la violencia, de la soledad, nos bastaba con tomarnos la mano y mientras sentíamos el viento en nuestras caras sentados en la vereda, drenábamos las gotas de llanto de nuestros cuerpos y los arrojábamos al espacio que se los llevaba lejos.

 

El paso de los días no aminoró su carga, ni la mía, nuestros encuentros ya no bastaban, al menos en mi caso, el rencor llenaba mi cuerpo como un vaso que está a punto de rebalsarse de un líquido toxico y negruzco. Clara, me digo otra vez, mientras recuerdo su nariz fina y sus pecas que adornaban su rostro otrora lleno de risa, ella se volvió habitual en mi casa, si así se le podía llamar a esa caja llena de lágrimas, la invitaba mi padre con la excusa de que jugara conmigo, pero nunca lo hizo, sino que lo hacía con él, y entre un mar de lamentaciones su alma de niña tomaba un viaje sin retorno en una barca que tenía su nombre y apellido con letras que poco durarían.

 

Y puedo jurar que me sentí un cobarde, solo un miserable incapaz y débil, que necesitó de días ante ese bizarro espectáculo para tomar valor y hacerla sentir que no estaba sola, que yo no era parte de ello, pero no basté, solo un golpe se necesitó para apartarme y desfigurarme la nariz, nada comparado con Clara. Y mientras mi mano extendida se alejaba de su cabello color trigo, el mismo donde le ponía chinitas y ella me miraba y sonreía, mientras la sentía cada vez más lejos y a la vez este mundo menos digno de ella es que la perdí, ya nunca más la vi, realmente espero que haya tenido el valor de huir, el valor que no tuve cuando me lo pidió y ahora la sangre ya no gotea en mis hojas, sino las lágrimas, porque fui un mal detective, porque seguí las pistas y encontré el dolor, pero fulminado por el miedo, me quede como un mal espectador, ¡perdóname Clara te lo pido!.

Aún vuela tu risa en el viento en días como este, y yo aún juego al detective tratando esta vez de borrar las pistas de lo que pasó.

GOTAS CARGADAS

Así como aquellas gotas que cayeron de aquel árbol ese día, y que en su camino se llenaron de sedimentos hasta caer en nuestras cabezas, de la misma manera nosotros fuimos adhiriendo cosas a nuestros cuerpos y mentes, yo conocí esa gota cuando recién bajaba de las nubes, escuche su risa de verano, y posé mi cabeza en su hombro blanquecino.

Ame hasta lo indecible su lenguaje sin palabras, y sus palabras sin letras, caí una y otra vez en el halo de perfume que esparcía al irse de mí, y la manera en que maleo mi personalidad a lo largo de los años, fue de esas extrañas sensaciones que experimentas unas o dos veces en la vida, donde algo más que el amor se presenta ante tus ojos, es la misma inocencia que se experimenta, y que te asegura que la recordarás toda la vida.

He caminado otra veces por aquel lugar lleno de misticismo y solemnidad, más ya no es lo mismo. Aun así jamás se irán aquellos días en donde nos bañó la madurez.

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