Todo pasa por algo
Era uno de esos días fríos en Santiago, de esos días que te invitan a guardar tus manos en tu abrigo y a beber café con más placer que de costumbre, a quedarte atrapado entre las sabanas viendo películas mientras te susurran en el oído “te extrañaba”. Pero lamentablemente esa historia no es la mía, al menos no por ahora, como dice mi madre, siempre hay tiempo para todo.
Así que salí sin rumbo por Santiago, a buscar algo, no me pregunten qué. Generalmente viajo en el bus 212, tipos rudos y con camisas a menudo de dos o tres tallas de más, con cara de pocos amigos según la fecha del calendario, si es cerca de fecha de pago, generalmente puedes verles una sonrisa algo escueta pero que al fin y al cabo se agradece. Seguía el curso del viaje “otro día, otro lugar por conocer”, mientras pensaba en la inmortalidad de cangrejo, notaba desde los asientos traseros como emanaba un humo denso y negruzco, desde bajo el bus. Miré por la ventana y noté el rastro marchito que dejábamos a nuestro paso. Nadie parecía notarlo, cada uno más inserto que el otro en nuestros pensamientos. Silbé fuerte hasta que el chófer me escuchó y detuvo su marcha.
Mientras bajábamos apresurados notaba el humo en nuestros pies, por momentos me sentí un actor de películas de misterios entrando en una catacumbas, bajé y la gente se perdió, desapareció, el paradero se hizo gigante y el frío calaba mis manos. Nunca me había bajado allí, así que solo me dispuse a esperar, de pronto algo sacudió mi pierna como pequeñas descargas eléctricas, baje la vista y vi a una bola de pelos que miraba con ojos grandes y azules, mientras repetía miau.
¿Porque este no es mi tiempo mamá?, ¿porque tengo que pasar frío hoy?, todo tiene su tiempo me respondí entonces, mientras ahora acaricio el lomo del gatuno acompañante en mi dormitorio.